por Félix Chiaramonte
Oscar
Masotta, en una conferencia en Barcelona, en 1976, habla de una tendencia polémica
contemporánea inaugurada en Inglaterra: “los antipsiquiatras reprocharon a
los
psiquiatras el manipuleo del enfermo, la complicidad que había comenzado ya
antes
del
ingreso del enfermo al hospital, no comprender que la enfermedad mental es una
propiedad
del grupo social en su conjunto y que el enfermo mental no es sino lo que micro
y macro grupos han hecho de él. Para la psiquiatría el concepto de personalidad
es
normativo
y curar significa reingresar el enfermo a la norma que, casualmente - señalan
con razón los antipsiquiatras- fue el origen de la enfermedad”.
Y
asimismo plantea el problema que tiene la antipsiquiatría al deslizarse hacia
posiciones sólo más identificadas con el “loco”.
Actualmente
una Ley nacional de salud mental en la Argentina de 2010, reglamentada en este
2013, viene a plantearnos, con la contradictoria corrección política del
progresismo, la nueva vieja cuestión del poder médico sobre el paciente así como
los temas propios de la vigencia de los derechos humanos. ¿Hasta qué punto existe
una coincidencia entre esta Ley, esas referencias de la antipsiquiatría, la crítica
a la psiquiatría y el lugar singular
del
psicoanálisis?
Es
cierto que limitar las internaciones compulsivas, criticar un sistema que no previene
ni cura el sufrimiento psíquico (ninguno lo hará), o generar controles legales proponiendo
dispositivos abiertos y articulados son objetivos más interesantes que
perpetuar una legalidad que se presta a cualquier arbitrio. La ley de salud
mental 26657 busca poner un límite a los que comercian con las cápitas que
reportan los asistidos internados en clínicas.
Mencionar
como padecimientos mentales a lo que antes eran enfermedades mentales, sustituir el vocablo peligro por la
noción de riesgo cierto e inminente, nombrar
un
abogado defensor en el caso de internaciones involuntarias, todas son indicaciones que la Ley conlleva.
Decir loco es mala palabra para el texto de una Ley y al mismo tiempo es utilizado
coloquialmente en el idioma de Buenos Aires para designar a cualquier otro. Lo involuntario
de una internación implica un derecho conculcado, respecto del “pleno goce de
los derechos humanos de aquellas (personas) con padecimiento mental”.
¿Se
eliminarán las malas palabras y entonces disminuirán las segregaciones?
Llevar
todos los servicios de internación monovalentes a los hospitales generales, con
sus
agregados y presupuestos asignados pero no cumplidos, ¿derivará en una
integración
social?
No
parece tan ingenuo el psicólogo Gorbacz, autor de la Ley, quien se plantea que
la
misma
es un instrumento, hablando de eficacia y utilidad, que en manos de los
trabajadores
de la salud mental y de ciudadanos activos, pueden hacer algo con
ella… Sin
embargo persisten las dudas acerca de su implementación. ¿Cómo
afectará
los cuerpos, las conductas, los goces? ¿Cuáles serán las consecuencias sobre
las prácticas
profesionales de las disciplinas que deberán disciplinarse en la interdisciplina?
En la época
del Otro que no existe, el legislador sabe que no se trata de una Ley como
un
objetivo en si misma.
Una ley votada por un Congreso, no deja de
implicar intereses cruzados de colectivos profesionales, corporaciones
empresarias, laboratorios farmacéuticos y mezquindades por los “cargos políticos””, que pugnan por “cuidar nuestra
salud mental”.
Como así también incumbe a las instituciones
de la salud, su ideología y sus prácticas
políticas.
Ahora bien, ¿cómo cuestionar o pedir a algún
funcionario nacional, provincial o
municipal la información de cuánto dinero
gasta en su presupuesto para la atención
de las enfermedades mentales? hasta el mismo Gorbacz
cuestiona a las reparticiones públicas que no modifican positivamente esa realidad,
ya que no se registra
desde su sanción legislativa un cambio
concreto en la asignación de fondos.
Resulta
siempre muy llamativo que se sostenga la evaluación contable sobre las
practicas terapéuticas, no solamente desde el Estado, sino por las obras
sociales, las empresas
médicas
prepagas, y toda la "seguridad social" que regulan de manera patronal
las
cantidades
de sesiones, sin que los practicantes de esas "terapias" cuestionen
la
incidencia
de esas "economías" en cada dispositivo de la "salud mental".
Un analista no será un observador por fuera de las practicas institucionales,
ni tampoco un conservador
atado
a sus rutinas, ni un revolucionario que disfrace al nuevo amo de turno. Tal vez
pueda orientarse mejor por lo subversivo del análisis, que no encasilla
angustias, y que se
propone
dar respuestas singulares frente a la generalización del autismo, la adicción y
la depresión.
Es
claro que hay un cuestionamiento antipsiquiátrico que hace el psicoanálisis y
que
proporciona
una teoría y clínica que aquellos no tienen: es lo que destaca Masotta: “el
descentramiento
del sujeto operado por el inconsciente de los psicoanalistas, no sólo
alcanza
al paciente sino al estatuto del Saber médico en tanto tal.” Y sabemos que
solamente
en nuestra práctica analítica se constituye una experiencia, en transferencia,
para
disolver esta última hacia el final, para no ejercer el poder de la sugestión y
poner
la
palabra al poder.
De una
manera sencilla y condensada, para sumar al debate, Germán García define
lo
siguiente, -en un reportaje de Estrategias, revista de docencia e investigación
del
Hospital
Rossi de La Plata-: “es difícil comprometer al psicoanálisis en la realización
de un
objetivo previo (integración familiar, laboral y comunitaria). El psicoanálisis,
como
sabemos, se presta a la “realización” de un sujeto cuya singularidad no supone
la
congruencia
con objetivos sociales.” Finalmente comenta “No sabemos si el hecho de
que no
sea nombrado (el psicoanálisis, en la Ley de salud mental) es un acto de
sabiduría jurídica”.
Debate terminable e interminable. Confluencia y divergencia de ideales, lenguajes y goces. Que se dé un lugar a la palabra del sujeto del inconsciente, aún cuando
no encaje en ninguna uniformidad, es la apuesta analítica a una experiencia
puntual, constante e imprevisible.
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